14 agosto 2018 Por: Valentina Soldano africa, Asociación africana de rosario, kriomix, migracion
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Stephen Amoakohene, originario de Ghana, reside en Rosario desde el año 1999, y fue uno de los primeros africanos en llegar a la ciudad. Su vida fue una odisea, una improvisada lucha por la supervivencia y la superación personal. Actualmente, es el presidente de la Asociación Africana de Rosario y todo un referente de la comunidad africana local.

 

El segundo piso del bar, en un rincón un tanto apartado, fue el lugar de encuentro, buscando un espacio de tranquilidad y de intimidad.

Mientras él se acomodaba junto con el café que había pedido, la vista general del lugar, hacía detener la mirada en los vitrales que estaban ubicados en lo alto de la pared a la izquierda. La luz que pasaba por ahí era indescriptiblemente hermosa; entraba suave en colores, azul, violeta, rojo, amarillo; inundaba todo el lugar y alumbraba el costado derecho del rostro de Stephen, resaltando los bordes de su frente, la nariz, los labios, el mentón.

Stephen contó que era de Ghana y que había tomado la decisión de partir de allí en 1994 porque las condiciones de vida no eran para nada buenas. Dijo que se había despedido de sus padres y que desde entonces no los ha visto otra vez porque no ha vuelto a su querida tierra.

“Yo me quise ir porque necesitaba una vida mejor para mí y mi familia, ya que soy único hijo, solamente yo podía ayudar. Entonces me fui a Nigeria, quería ver si tenía alguna oportunidad ahí. Quería vivir en otro país para tener una posibilidad, una vida mejor”, contó Stephen.

“Tener una posibilidad, una vida mejor”. Esa frase quedó resonando. POSIBILIDAD. La palabra quedó escrita bien grande en la libreta.

 

 

 

 

 

“Aptitud, potencia u ocasión para ser o existir algo”. O alguien, tal vez. ¿Un ser humano sin posibilidades no es, no existe?

Las razones de Stephen se fundamentan en que la idea siempre puede ser tomarse un barco desde Nigeria e irse a algún lugar, a otro continente. Él intentó eso muchas veces, pero nunca se le dio, entonces decidió tomarse un barco de pasajeros hacia Liberia. En Liberia todo fue para peor, había guerra civil; una guerra sumamente difícil, Stephen vio morir a mucha gente, a muchos niños y eso lo marcó. Ahí no podía estar, nadie podía estar en un lugar así, pero tampoco era sencillo irse. “Nunca, nunca en mi vida me voy a olvidar de las cosas que yo vi ahí”, contó Stephen con la mirada perdida, que quedó fija, en un silencio absoluto. Por primera vez, podía percibirse claramente el dolor en toda su expresión.

LIBERIA 1996

Stephen apenas volteó la cabeza y siguió en silencio unos segundos más. Tomar el resto del café que quedaba, era la solución para pasar más rápidamente ese momento triste e incómodo, como si esa parte de la conversación pudiera avanzar más rápido al tragar, con el deseo de que las guerras pudieran terminar así, con un trago, en un instante.

Después de esa breve pausa miró nuevamente, ahora con los ojos más serenos, y reanudó la conversación:

“Recién después de la guerra conseguí un trabajo como marinero en un barco pesquero. En África no te queda otra, se labura de eso, y laburás las 24 horas. El trabajo más difícil en el mundo, para mí, es el de marinero, no podés casi dormir, cada tres horas te tenés que levantar a trabajar. En el mar vos nunca vas a ver nada, sólo una luz chiquitita de algún otro barco, lo único. A veces estás tres meses así, sin ver nada. Estás con tus compañeros y tenés para comer, pero laburás y laburás y, encima, te pagan muy poco. A los blancos les pagan bien porque tienen estudios, son los capitanes, los ingenieros. Hay algunos barcos en los que el capitán es negro y ahí sí gana más, pero no son la mayoría”.

Stephen, que en ese entonces tenía 20 años, continuó trabajando como marinero en barcos pesqueros que navegaban entre Liberia, Senegal y Cabo Verde, hasta que un día consiguió trabajo en un barco español, con el que pudo cruzar el Atlántico y llegar hasta Panamá.

Mar de Senegal, 1997

Desde Panamá Stephen pensaba irse a EE.UU., en su inocencia creía estar cerca pero no sabía nada en ese momento. Entonces, con el poco dinero que había ahorrado, tomó un colectivo a Costa Rica. Cuando llegó, se dio cuenta que no era lo que pensaba, que Costa Rica no quedaba pegado a EE.UU. y no sería fácil viajar hasta allí, y de esa forma decidió volver a Panamá.
Stephen resume: “Ahí en Panamá me fui a un hotel por unos días donde conocí a un chico que había llegado en una moto. Me contó que era de Argentina, de Rosario, y que había andado viajando por toda América Latina hasta Panamá con su moto. Como yo soy abierto y me gusta charlar con la gente me puse a conversar con él. Cristian se llama. Al poco tiempo nos hicimos amigos”.
La imagen del chico, en la moto, inevitablemente remite al Ché. Así como la aparición de esta figura revolucionaria cambió la Historia del mundo, haberse cruzado con Cristian era un hecho clave que cambiaría por completo la vida de Stephen. No era cualquier encuentro, sino “EL” encuentro, “LA” coincidencia, ese estar en el lugar y momento justos, para moverse, transformarse, cambiar de rumbo.

Stephen sintió al poco tiempo que ya había confianza entre ellos, entonces le confesó a Cristian que en Panamá no estaba bien, que estaba sufriendo y le preguntó si podía ayudarlo a ir a Argentina. Él le dijo que sí pero que antes tenía que hablar con su familia.
“En ese tiempo yo hablaba muy poco español, entonces me contacté con una chica ahí en Panamá que hablaba inglés y español, ella traducía las conversaciones con mi amigo y su familia. Hablé con sus padres y ellos me dijeron que sí, que iban a ayudarme, que podían pagarme los pasajes para ir a Argentina y que me darían trabajo. Yo no podía creerlo”.

Cabo Verde, 1998

PANAMÁ- ARGENTINA 1999

En aquel momento Stephen se vio enredado en una serie de peripecias burocráticas para poder viajar. Después de que la Embajada Argentina en Panamá le hubiera denegado en reiteradas ocasiones la visa, decidió probar con un país vecino. Afortunadamente, la Embajada de Uruguay le concedió la documentación necesaria para ingresar al país, aunque aún no tenía la entrada asegurada a la Argentina.

“Fue así que salí para Uruguay. Cuando llegué al aeropuerto de Montevideo fueron a buscarme mi amigo, su padre y un amigo de él. La verdad, para mí, eso fue algo muy lindo y emotivo, fue realmente como un sueño”.
Apenas llegado a Uruguay, se dirigió a la Embajada Argentina para conseguir una visa para Argentina. Acompañado por su nuevo amigo y su padre, la burocracia, de repente, se hizo más fluida, concediéndole, al fin, su visa.

Stephen con los padres de su amigo Cristian en Rosario, 1999.

“Llegué entonces a Rosario y fui a la casa de la familia de Cristian, me recibieron de la mejor manera y me dieron trabajo como repartidor en su distribuidora de Coca Cola. Hice eso por un año y medio y después decidí cambiar. Mi primo, que estaba en Buenos Aires, me enseñó a vender bijouterie, así que comencé con eso. Fui el primer africano que creó la venta callejera de bijou en Rosario”.
Cuando Stephen llegó a Rosario había sólo tres o cuatro africanos viviendo en la ciudad. Cada uno de ellos se fueron volviendo a sus respectivos países una vez finalizados sus estudios, por lo que Stephen tuvo que atravesar solo el proceso de adaptación cultural, siendo extranjero, africano y negro, ante la convulsionada sociedad argentina del 2000, que demostró con crudeza su racismo y xenofobia.

Stephen se quedó solo en la ciudad, luchando, y le pasó de todo. La discriminación fue dura. Recuerda en su relato la escena de una mujer escupiéndolo, otra persona tapándose la nariz y otra agarrándose la cartera, pensando que le iba a robar. Stephen tuvo que soportar muchas situaciones, incluso una vez estaba caminando y le tiraron un piedrazo en la cabeza, así de la nada.
“Actualmente cambió bastante, la gente está acostumbrada; antes era muy feo, muy difícil, yo sufrí mucho la discriminación. Pero hoy en día ya hay muchas personas de piel negra, hay una mezcla de gente de África casada con chicas argentinas, argentinos casados con chicas negras, antes no era algo muy frecuente. Yo mismo tengo mi mujer y mis hijos argentinos”.
Ese comentario abrió la reflexión sobre ese proceso que implica “acostumbrarse”, adaptarse a las costumbres del otro, a la relación, a los modales, a una cultura completamente diferente. ¿Cuánto tiempo lleva eso? ¿Cuánto debería soportar una persona en un país extranjero hasta que lo acepten?

En este momento, Stephen concluye: “Somos todos seres humanos y todos tenemos lo mismo: brazos, boca, manos. Si yo me corto me sangra rojo y si vos te cortás un poquito, te sangra rojo también. No tiene que haber discriminación, no sólo por negro, por lo que sea, no hay que discriminar a nadie”.

La historia de Stephen continúa en una próxima edición donde podrán conocer el resto de sus andanzas por nuestra ciudad y la consolidación de su vida rosarina.

Fotografías: Victoria Nannini para Krio, gentileza de Stephen Amoakohene

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